David Foster Wallace
Seis años después de su publicación, el lector en España tiene acceso a La broma infinita,
que muchos, en particular otros escritores, consideran la novela más
audaz e innovadora escrita en Estados Unidos en la década final del
siglo XX. Su autor, David Foster Wallace, que contaba a la sazón 33
años, piensa que el adjetivo que mejor define su apabullante propuesta
narrativa es "anular", en alusión a los diversos desarrollos más o menos
circulares en que se mueven sus personajes. El protagonista, de 18
años, se llama Hal, como el ordenador de 2001: Una odisea del espacio,
y ha memorizado en su totalidad el Diccionario Oxford de la Lengua
Inglesa. Los dos enclaves en los que se desarrolla principalmente la
acción son Enfield, una academia de tenis, y Ennet House, un centro de
rehabilitación de drogadictos. Estamos, quizá, en la segunda década del
siglo XXI. Varios Estados norteamericanos son inhabitables, debido a un
accidente nuclear, y el tiempo no se mide en años, sino por unidades que
llevan nombres de compañías comerciales, que pagan dividendos al
Gobierno estadounidense a cambio de tan insólito usufructo. Hay,
naturalmente, mucho más en esta extrañísima novela, sobre todo, una
reflexión sobre las posibilidades del arte y la literatura en el
paradigma cultural que nos ha tocado vivir. La lectura de La broma infinita
plantea un reto al que no todos serán capaces de hacer frente. Es una
obra inteligente, difícil, brillante y, no lo duden, vale la pena llegar
hasta el final. Como afirmó el crítico Sven Birkerts, autor de Las elegías de Gutenberg, quienes lo hagan tendrán el raro privilegio de contemplar el universo iluminado por un torrente de luz negra.
P. ¿Cómo surgió La broma infinita?
R. Uno de los impulsos que me motivaron fue el deseo de hacer
frente al malestar de la cultura norteamericana desde la perspectiva de
las generaciones más jóvenes. Pese a sus muchos momentos de comicidad,
es una obra impregnada de tristeza. Muchos jóvenes de clase media-alta
sentíamos en nuestras vidas una enorme tristeza y vaciedad, y ello a
pesar de los bienes materiales que teníamos a nuestra disposición. Uno
de mis objetivos era centrarme en las preocupaciones de quienes eran más
jóvenes que yo, porque me daba la sensación de que podían constituir la
última generación de mi país.
P. ¿Cómo se le ocurrió mezclar el tenis con la cibernética,
la filosofía, el cine de vanguardia, las drogas, la industria del
entretenimiento como forma de adicción, y por si fuera poco, el
terrorismo?
R. Aparte de que siempre he pensado que el autor de un libro es la
persona menos indicada para hablar de él, no se me ocurre cómo resumir
una novela de mil doscientas páginas sin que suene absurdo. Una vez, al
rellenar la solicitud de una beca con cuya dotación pensaba vivir para
llevar a término la redacción de La broma infinita, me topé con
un apartado que decía: "Indique el tema de la novela", y escribí: "La
libertad". Lo hice pensando en que uno de los grandes ejes del
desarrollo narrativo es el tema de la adicción. Muchos de los personajes
padecen las más diversas formas de adicción que hacen del individuo
contemporáneo un esclavo de una manera u otra.
P. La broma infinita tiene lugar en un futuro imprecisamente cercano, que cabe cifrar en torno al año 2025. Orwell hizo algo semejante con 1984, y también Arthur C. Clarke con 2001: Una odisea del espacio. ¿Qué cree que ocurrirá cuando su visión futurista se entrecruce con la histórica?
R. Creo que además de especular acerca de lo que pudiera aguardar a
la gente de mi generación, me interesaba lo que podría suceder con
ciertas características de la sociedad norteamericana una vez entrados
en el tercer milencio, pero sobre todo lo hacía con intención paródica,
exagerando ciertos rasgos, como por ejemplo la idea de que el Gobierno
sustituyera los años del calendario por el de los nombres de ciertas
corporaciones, a cambio de que éstas pagaran un precio. En cuanto al
componente de terrorismo, no tiene absolutamente nada que ver con lo que
está pasando ahora en el mundo. La idea de que Canadá pudiera llegar a
ser un enemigo serio de Estados Unidos es ridícula, y lo hago a
propósito, a fin de explotar las posibilidades paródicas. Sin embargo,
la situación política actual, en la que la posibilidad de que el
Gobierno norteamericano lleve a cabo una matanza de iraquíes con la
excusa de que así vamos a estar más seguros en casa, es algo muy real,
no tiene nada de ridículo.
P. En La broma infinita hay tres líneas argumentales diferentes, ninguna de las cuales se resuelve claramente, y cien páginas de notas.
R. No es exacto decir que la novela no llega a una resolución clara.
Si se examina el principio, se ven indicios que apuntan hacia lo que va a
pasar. En parte, el libro trata de la diferencia entre lo que se
entiende como entretenimiento y el arte. En mi opinión, lo que
caracteriza a la cultura del entretenimiento es que se propone consolar,
dar soluciones cómodas y fáciles, no exigir mucho por parte del
consumidor de cultura. Creo que en parte ésa es la razón por la que le
hurto al lector un final convencional. En cuanto a las notas, es una
forma de crear una segunda voz. Uno de los rasgos del diseño narrativo
de La broma infinita es que los distintos leitmotiv no se hilvanan de manera lineal, entre otras cosas porque así es como procede el pensamiento.
P. ¿Qué piensa de la atención que se le ha prestado a la novela?
R. Escribir algo tan extenso es una experiencia muy extraña. En
teoría de la información es tan importante eliminar datos como antes lo
fue adquirirlos. Cuando llegó a manos de los lectores, decidí borrar el
disco duro de mi cerebro, por decirlo de alguna manera. Supuse que tal
vez despertaría un interés moderado en un público lector de corte serio.
No estaba preparado para la recepción que tuvo por parte de un público
tan amplio. Supongo que cuenta algo el hecho de que le presto atención a
una serie de elementos que normalmente no encuentran cabida en las
formas de ficción convencionales. En parte yo quería propiciar un flujo
libre lleno de fuerza, más que proporcionar dosis discretas de
información eficaz. Técnicamente, se hacía imperativo emplear una
multiplicidad de perspectivas. Yo creo que hay muchas partes del libro
en que la escritura refleja más la textura del pensamiento que la del
lenguaje discursivo. Digo esto con cautela, porque seguramente si yo
oyera a un autor decir algo así de su libro, se me quitarían las ganas
de leerlo. Por otra parte, la novela salió en un momento en que se
publicaba casi exclusivamente literatura tradicional de corte realista o
metaficción posmoderna... y mi libro se planteaba como una alternativa
al imperio de esas dos tendencias. Con La broma infinita me
proponía encontrar una tercera vía, combinando los logros técnicos del
posmodernismo con la emoción asociada al realismo, sin la que no puede
haber buena literatura.
P. ¿Cuál es su posición respecto a la distancia que separa el
arte de la literatura, que sólo están atentos a los aspectos
comerciales de las formas más elevadas de producción artística, cuyo
fin, para usar sus propias palabras, no es ni el beneficio económico ni
el placer, sino una exploración dolorosa de las zonas más oscuras de la
condición humana?
R. No creo que haya nada intrínsecamente malo en la voluntad de hacer
dinero. Lo que sí creo es que la experiencia del capitalismo
norteamericano y la industria del entretenimiento, sea en cine,
televisión o literatura, al tener como objetivo prioritario generar
beneficios económicos, se ve obligado a satisfacer a grandes sectores
del público, que es de donde procede el dinero. Y si se quiere
satisfacer necesidades compartidas por un número muy elevado de gente,
es obvio que el producto a ofertar será algo bajo e infantil. Los
intereses que comparte una gran mayoría de la gente no son
particularmente nobles, refinados y complejos, sino que se trata más
bien, hablando claro, de instintos animales. Al "arte bajo" se le da muy
bien gratificar esas necesidades de orden inferior. Desde luego, hay
gente que prefiere internalizar el arte auténtico efectuando un
esfuerzo, un gasto de energía que requiere que los seres humanos hagan
frente a ciertos elementos problemáticos de su vida en lugar de
ignorarlos o dejarse distraer brevemente. Pero eso no genera beneficios,
porque no hay millones de personas que se presten a ello. El problema
en Estados Unidos es que la presión para que el arte de calidad se
someta al rasero impuesto por el éxito de ventas es casi insoportable.
Pero el artista de verdad ha de intentar hacer algo que es sencillamente
diferente, porque en eso consiste la magia de la literatura.
P. ¿En qué?
R. Una obra de ficción es una conversación que permite enfrentarse a
la soledad esencial que se da en el mundo. Entre los seres humanos se da
una situación de incomunicabilidad de emociones. La comunicación entre
el creador y el lector es algo extraordinariamente misterioso. La buena
literatura provoca una experiencia que permite trascender el aislamiento
de orden subjetivo. Yo no sé si funcionará en español, porque es un
término sumamente idiomático e idiosincrático, en realidad, la expresión
de un sonido. Lo encontré una vez leyendo a Auden o Yeats, no recuerdo
exactamente. Es como una epifanía, en el sentido que le daba Joyce al
término, una revelación, la sensación de armonía y perfección que se
siente en presencia de la obra bien hecha, de la obra de arte que logra
su cometido. Es como un clic, el sonido que hace una caja que
está perfectamente elaborada al cerrarse. El efecto inefable que provoca
el contacto con la obra de arte. La comunicación entre distintas
conciencias pensantes que se deriva de la contemplación de la belleza
poética. En el acto de la lectura se da un componente que es el intento
de establecer comunicación con otra conciencia, una interpenetración. Lo
que llamo el clic es la capacidad de reconocer pensamientos y
sentimientos que el lector siente como suyos, pero que no es capaz de
verbalizar. Yo, como lector, en el momento de la lectura siento que el
autor ha dado con las palabras que necesito para dar expresión a mis
sentimientos. No les he dado forma yo, pero no por eso son menos mías:
gracias al poeta, al escritor, han sido transfiguradas, y expresadas en
una frase de gran belleza. En ese momento, el mundo cobra plenitud,
solidez, rectitud.
P. ¿Con qué escritores ha sentido algo así?
R. A lo largo de mi vida, muchas veces. La primera vez, siendo muy
niño, con C. S. Lewis. Los ejemplos son incontables: la oración fúnebre
de Sócrates, la poesía de John Donne, Gerard Manley Hopkins y los poemas
cortos de John Keats... Kafka, Camus, Moby Dick, el Joyce del Retrato del artista adolescente,
Flannery O'Connor, Cormac McCarthy, algunos de los cuentos de Thomas
Mann, ciertos momentos de la prosa de John Barth, Thomas Pynchon y Don
DeLillo. Entre los poetas más cercanos a nosotros en el tiempo, Philip
Larkin. La filosofía también puede provocar ese efecto: Schopenhauer,
William James y seguramente más que nadie Wittgenstein.
P. ¿Por qué más que nadie?
R. Encuentro que las ideas de Wittgenstein sobre el lenguaje encierran un sentimiento trágico. En su frialdad y abstracción, el Tractatus
es la obra de filosofía más solitaria que cabe leer. Luego evolucionó.
Una de las cosas que hacen de él un artista, en mi opinión, es que su
horror ante la idea del solipsismo lo llevó a desdeñar la perfección que
había alcanzado, decidiéndolo a sumergirse en las profundidades de las Investigaciones filosóficas,
que constituyen el argumento más hermoso que se haya hecho jamás en
contra del solipsismo. Creo que estamos muy lejos de agotar la riqueza
de un pensamiento como el de Wittgenstein.
Tomado del diario El País
jueves, 21 de noviembre de 2002
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