Thomas Lynch

La víspera de todos los santos

Yo quería saber la fecha de mi muerte. Sería un buen dato para ajustar las pólizas de seguros, fijar la hora del arrepentimiento, despedirse de los viejos amores. Buscaba cierta precisión en el cálculo. Si no la fecha exacta, entonces la edad aproximada en que dejaría de existir, al menos en lo que concerniera a quienes me rodeaban.
Los genes no eran claros al respecto. Los hombres de la familia habían muerto todos del corazón: congestionado, infartado, ocluido, agotado. Todos sus decesos provenían de sus pechos, en su mayoría sesentones. El padre de mi madre, un corpulento parrandero, murió en mi infancia y es ahora el recuerdo limitado de un calvo que contaba historias de osos. Se había criado en la península superior de Michigan a principios del siglo XX, había venido al sur del estado a educarse en Ann Arbor y se había casado, según la abuela, con la primera mujer que le dio el sí. Pero Pat O’Hara, aunque vivió civilizadamente hasta el fin de sus días en el extremo sudoriental de Michigan, solía dejar a su consorte. Marvel Grace, durante un mes entero cada otoño y volvía “arriba”, donde se dedicaba a emborracharse, a cazar, a pesar y a inventar los cuentos en cuya narración ahora lo recuerdo, cuentos de osos que lo hacían treparse a los árboles y de lobos y otros animales salvajes que no llegamos nunca a ver. Y aunque Pat murió a los sesenta y dos años, Marvel, mi abuela, lo sobrevivió por casi treinta hasta que un derrame cerebral la dejó consciente pero postrada en cama durante ocho meses, marchitándose hasta morir a la edad de noventa años. Yo tenía treinta y cinco en ese entonces y empezaba a considerarme mortal.
El padre de mi padre murió igualmente de un infarto cardíaco, a mis dieciséis años. Recuerdo la llamada a la bolera donde yo trabajaba. Él tenía sesenta y cuatro años. Había manejado hasta Frankenmuth, a cenar con la doña en Zehnder’s Famous Chicken Dinners, dos horas y media al norte de Detroit, Camino de regreso empezaron a bajarle las punzadas de dolor por el brazo izquierdo. Creyó que sería la salsa espesa o los hígados de pollo. Ya en casa, llamaron al doctor, a los bomberos, al cura y a mi padre. Todos estaban junto al lecho, él sentado en el borde, en camiseta y con tirantes, mientras el doctor lo examinaba y el cura tranquilizaba por señas a mi abuela y los bomberos aguardaban con las máscaras de oxígeno listas, un grupo parecido a una lámina de Rockwell, que hubiera podido llevar por título La buena muerte. Mi padre, que acababa de cumplir cuarenta años, se sentiría tal vez cauteloso e impotente. Tan solo estoy adivinando. En fin, el doctor aplicó el estetoscopio en los lugares de costumbre y luego de un ponderado silencio emitió el diagnóstico:-Eddie, no te puedo encontrar nada de malo. Palabras tras las cuales, Eddie, contradictor eterno, se desplomó al piso, se puso morado y murió en un instante, probando a todos los presentes, de una vez por todas, la flalibilidad de la medicina moderna y lo cambiadiza que suele ser la vida.
Como mi padre era dueño de unas funerarias, nos tocó a mi hermano Dan y a mí arreglar a papá Lynch y ponerlo en el ataúd. Fue el primero de los míos que atendí profesionalmente. No recuerdo si mi padre simplemente nos preguntó si queríamos hacerlo, o si insistió, o si nos ofreció la oportunidad. Pero sí recuerdo que en el acto sentí el alivio de poder hacer algo, cualquier cosa por ayudar.
Con todo, resté mis años de los suyos y comencé a pensar en el futuro como algo finito, la primera de esas verdades de la vida que tienen cara de aritmética.
La abuela Lynch, como Nana O’Hara, vivió hasta los noventa años. Las décadas de sus viudeces concurrentes se convirtieron, para mí, en una serie de domingos y navidades y cuatros de julio en que solíamos encontrarlas en el patio o ante la mesa de la cocina, echándose al coleto sus whiskys canadienses con agua, discutiendo de política y religión y corrigiendo el inglés de sus nietos. La abuela Lynch era republicana, pragmática, diez años menor y católica sólo por conversión. Metodista de crianza, pensaba que los curas eran nos meros oportunistas y predicadores ambulantes, aves de paso en la vida de la fe. Desconfiaba del celibato y la celebridad de los sacerdotes y comía carne los viernes. Moderaba sus gastos, era lenta para criticar y parca pero sincera a la hora de elogiar. Nana era demócrata, miembro del sindicato de maestros, católica al estilo fervoroso e idólatra de los irlandeses, escrupulosa, llena de etiquetas, elocuente y extravagante en eso de halagar o de humillar. Las discusiones entre ellas eran brillantes, mejores que cualquier pieza de teatro. Mientras que Nana se valía del lenguaje como un arma, la abuela se valía del silencio. Si Nana vociferaba una certeza, la abuela susurraba una duda razonable. Nana recalcaba sus palabras apuntando con un dedo, y la abuela, arqueando una ceja. Ninguna resultaba vencedora. Que hayan vivido largos años y que yo haya vivido los míos al alcance del oído y de sus altercados fue, eso sí, una merced. Ahora están enterradas en distintas secciones del mismo cementerio, junto a los hombres a quienes sobrevivieron durante tanto años. Recuerdo sus exequias: Formales, decorosas y llenas de elocuencia, como ellas.
Mis abuelas fueron mujeres de mucha fortaleza, grandes en rasgos que ahora percibo en sus nietas y bisnietas. Ninguna de las dos tuvo nunca un problema al que no pudieran darle un nombre. No se hablaba entonces de silencios que hubiera que romper. Más bien había muy poquito silencio. La división del trabajo típico de su generación no implicaba una renuncia al poder. Si bien ganaban sesenta y tres centavos por cada dólar que ganaban sus esposos, a ellas les tocaba vivir una, dos o tres décadas más que la pensión de los maridos muertos o del seguro social. Si sus esposos, tenían ventajas políticas, financieras y en una gran medida musculares, las mujeres se desquitaban en los campos emocional, espiritual y demográfico. Caer en cuenta de que Dios podía ser hembra implicaba la consideración de que el diablo también pudiera serlo. Mis abuelas se inclinaban a no considerar muchos ese punto. Para la mayoría de las mujeres, desde luego, la situación no era tan buena. El mundo que ellas conocían estaba al borde de sufrir un cambio.
Mi madre y yo compartimos esa parte del siglo que vio cómo las brechas entre los sexos empezaban a abrirse, al cerrarse y otra vez a abrirse. Las mujeres renunciaban a las labores del hogar a cambio de las cuotas hipotecarias, hacían campañas en pro de la paridad política y fiscal y empezaban a morirse de los infartos del corazón, accidentes de tránsito y enfermedades gastrointestinales que habían matado siempre a sus hombres, más jóvenes y mejor aseguradas que sus madres. Hasta los suicidios, que antaño fueran pulcras acciones femeniles que recurrían a las píldoras, las estufas de gas y otros métodos callados, se volvieron más agresivos y ruidosos: Al principio pistolas, después las escopetas. El silencio se había roto. En ciertos raros ámbitos aquello era tenido por progreso.
Tradicionalista en casi todas las cuestiones de la vida, mi madre, sin embargo, se adelantó a los tiempos en eso de morir, falleciendo veintiocho meses antes que mi padre, a los sesenta y cinco años, de un cáncer que la dejó sin voz.
Así que ni el sexo ni lo genes servían mucho para hacer predicciones. Empecé a mirar a otros lados en busca de respuestas.
Yo tenía una teoría. Se basaba vagamente en la nada extraordinaria observación de que los viejos siempre miran atrás con nostalgia, y los jóvenes, con la misma nostalgia, miran hacia delante. Un hombre recuerda lo que el otro imagina. Creo que la teoría vale también para las mujeres. La visión del placer en brazos del ser amado, o del triunfo tras un ingente esfuerzo, o de la seguridad arrebatada de las garras del peligro, o del sosiego tras un largo combate, ya sea generada por la memoria o la esperanza, por la vejez o por la juventud, está impregnada de las mismas ansias y es igual para todos los casos.
Según mi teoría sería posible calcular la mitad exacta de la vida mediante la aplicación de esas no tan abstrusas verdades. Y conocer la mitad exacta me daría por ende, la Cosa Más Ignota: el día de mi muerte. Dado el medio, el final podría saberse. Era cuestión de álgebra: equipos y signos de igual, aes más bes.
II
Si el pasado es la provincia que los viejos vuelven a visitar y el futuro es la que el niño sueña, el nacimiento y la muerte son los océanos que las delimitan. Y la mitad de la vida sería el instante central, esa frontera en la que al parecer podemos avanzar en cualquier dirección, cuando la vista es igualmente buena hacia ambos lados. Cuando no nos embarga tanto la nostalgia como la perplejidad. Cuando tenemos menos miedos y más preocupaciones. Son apenas unos pocos de los síntomas. Los viejos escriben memorias, los jóvenes presenta hojas de vida. En el punto del medio, llevamos una especie de diario que empieza siempre con una exposición del estado del tiempo. Vivimos en plano presente, equidistante de nuestro nacimiento y nuestra muerte. Nuestro cónyuge actual tiene el mismo poder de atracción que el recuerdo de primer amorío o que las fantasías sobre los culos firmes y las barrigas planas en los aviso de ropa interior de las revistas.
El punto medio de la vida posee un cierto asiento, un equilibrio ajeno a los envites de la juventud, y a los estrujones de la edad senil: flotamos, liberados momentáneamente de la gravitación del tiempo. Vemos con claridad nuestro pasado y nuestro porvenir. Dormimos bien, soñamos en todos los tiempos, despertamos capaces y resueltos.
Hazte cuenta, solía decir a cualquiera que me prestara atención en mis tiempos de bebedor, hazte cuenta que son los Estados Unidos. Emerges de las aguas de la matriz como tus antepasados en Ellis Island. No conoces el idioma. No entiendes la comida, las costumbres. Aunque quieres, no puedes trabajar. Necesitas que alguien te enseñe los trucos. En el mejor de los casos, tus padres lo harán. Partes rumbo al oeste, soñando con el oro, el glamour y tu futuro. Por allá en los montes Poconos conoces a una chica. Aprendes algunas mañas y astucias callejeras en Ohio. Puedes darte un rodeo por los placeres rápidos de Memphis o de Nueva Orleans, o hacia el norte, para pescar salmones en Michigan, pero nunca te desvías demasiado o descuidas por mucho el ansia juvenil de alcanzar el oeste. En California es donde están el oro y el sexo memorable. California es Hollywood y la ciudad de los Angeles. Es tu lugar, una vez llegues.
Acaso, cuando cruces el río en San Luis, la chica que ligaste en Pensilvania empiece a parecerte un poco rústica para un tipo tan fino como tú. O a lo mejor ella te planta por un fulano del viejo barrio o alguien con buena labia y rico, de las Montañas Rocosas. ¡En buena hora!, dices, y continúas viajando lidero de equipaje, sin mirar nunca atrás. En Las Vegas te entra la locurita, saltas de cama en cama, compras un convertible, apuestas, pierdes, das un paseo en carro por el desierto, donde se te ocurre pensar que tú eres tu peor enemigo. Piensas en la pandilla del viejo barrio, tus mayores se están muriendo ahora o ya están muertos. Te persigue el recuerdo de la carne de tu primer amor. Haces un montón de llamadas de larga distancia. Por primera vez en la vida aminoras el paso, tomándote tu tiempo para pasar el Gran Cañón, empezando cantidad de frases con cuando yo tenía tu edad y hace veinte o treinta años. Hay días tan bellos, que te duele que vayas a morir.
Si el desierto, las montañas o el yermo no te matan, vas a parar a California. Nada parece tener la misma importancia que tenía antes. Le dices a cualquiera que te preste atención que, después de todo, no se trataba de alcanzar la meta. Lo importante eran el punto de partida y el viaje que llegar allá. Alguien, por ayudarte, te dice que ya nunca podrás volver a casa. Si a estas alturas todo ha salido bien, te será fácil despedirte, precipitándote desde el largo muelle de Santa Bárbara, recordado por tus hijos y los hijos de ellos, que te habrán de llorar a lo largo de todo el continente de la edad.
Desde luego, la mitad de tu vida fue allá atrás, en Kansas, donde los horizontes de ambas lados eran interminables. Puedes divisar lejos, de noche salen las estrellas, estás en equilibrio por la visión igual de lo que tienes por detrás y por delante, de los hechos cumplidos y las posibilidades. Erguido, cómodo en tu pellejo: Kansas. Sólo dura un instante. Cuando reconocer ese terreno, estás en la mitad. Doblas la edad y obtienes la fecha de su muerte. Si te ocurre a los veinte, calcula cuarenta. Si te ocurre a los cuarenta, siéntete agradecido, ahora más, escoge nombres para tus biznietos. Es una teoría simple, en realidad. Algebra, historia, geografía, nada estrafalario.
Tenía dieciocho años cuando se me vino a la mente esta teoría. Contemplaba alternativas para mi futuro. Era un universitario, que no esquivaba tanto el reclutamiento como trataba de ignorarlo. Emblema de los tiempos era el hecho de que tus perspectivas respecto de Vietnam (tan sinónimo de muerte como el cáncer lo era y sigue siendo) eran determinadas por una lotería, invento del gobierno de Nixon. Sacaban los días del año de un sombrero; el orden en que los iban sacando era el orden en que se llamaría a los reclutas a prestar servicio. El tema de tu muerte estaba vinculado al día de tu nacimiento. Yo me encontraba jugando “corazones” en la asociación estudiantil cuando se hizo el sorteo. Mi número resultó ser el 254. La suposición general era la de que no alcanzarían a reclutar más allá del 150. Me iba a salvar. Tenía un futuro. Quería ser poeta. Había descubierto a Yeats. Quería ser Simón y Garfunkel. Sabía tocar la guitarra. Acaricié, de modo pasajero, la posibilidad de dedicarme a la enseñanza. Se me hacía que obtener una licencia de empresario de honras fúnebres no será mala cosa, dado el caso de que no me ganara un contrato disquero o un Pulitzer. Estaba totalmente absorto en la primera persona del singular.
Casi la única cosa que sabía con certeza sobre mi porvenir era que quería pasar buena parte de él en los brazos de Johanna Berti, o alguien así. Recientemente, ella me había rescatado de los años de infeliz ignorancia que las monjas y los hermanos cristianos se habían esforzado por cultivar. Para ellos, el único cuerpo muerto: el de Cristo, el de San Esteban, el de San Sebastián, pobre bastardo, el de Santa Dorotea, virgen y mártir, patrona de los jardineros. En la escuela parroquial de los años cincuenta y sesenta, el amor y la muerte estaban indisolublemente atados. “Pasión” quería decir la muerte lenta por una buena causa. Nuestras aulas y psiques eran galerías de crucifixiones, martirios, agonías en el huerto, éxtasis de oscura procedencia, todo en aras del amor. Johanna, que era una buena católica italiana y que tenía algo más que un fugaz parecido con Santa Catalina de Ricci, corresponsal de San Felipe Neri, arregló todo eso del modo acostumbrado, brindando la acogida de un cuerpo a otro cuerpo. Mi futuro se veía pródigo, informe.
III
En ese entonces yo vivía en la funeraria de mi padre. No la que poseo y administro actualmente, sino una versión anterior. Por los noches contestaba las llamadas de defunción y acudía a los levantamientos. Una mujer llamó una noche para decir que su hijo se había “quitado la propia vida” y que ahora estaba donde el médico forense del condado, donde le haría la autopsia en la mañana, y que si podíamos ir después de eso a recogerlo. Cuando lo traje a la funeraria y lo desenvolví, quedé asombrado con la carnicería. La incisión en T en el pecho no era ninguna sorpresa: autopsia torácica estándar. Pero al quitarle la bolsa plástica en que los hombres de la morgue le habían envuelto la cabeza, encontré un rostro inconcebiblemente recompuesto. Había partes enteras del cráneo que simplemente le faltaban. Se había pasado un poquito de tragos y había ido a casa de su ex novia. Se rumoraba que ella había roto con él hacía una o dos semanas y que él había estado paseando su desengaño por las orillas de la vida de ella de una manera que hoy en día llamaríamos “asedio”. Bebió en exceso. Fue a la casa de ella, a rogarle que volviera a recibirlo. La chica, claro, no quería, no podía, le dijo que fueran “sólo amigos”, etc., así que él se metió por la fuerza, subió corriendo al cuarto de los padres, sacó del armario del padre el rifle para cazar venados, se recostó en la cama con el cañón en la boca y accionó el gatillo con el dedo gordo del pie. Fue, en palabras de la ex novia, “un gesto impresionante”.
Ahora que contemplaba el gesto en la mesa del frente, se me hacía que se veía ridículo. La fuerza del estallido le había partido en dos la crisma, justo arriba del caballete nasal. Parecía un melón caído de la carreta, una calabaza destrozada por los niños vecinos. La parte de atrás de su cabeza no existía, así no más. He allí a un hombre que se había matado, impresionantemente, para enviar un mensaje a una mujer que él quería que lo recordara. Sin duda lo recuerda. Yo por mi parte lo recuerdo. Pero el mensaje en sí parecía fútil, deliberadamente vago. ¿Quería estar muerto para siempre, o sólo libre del dolor? “Yo quería morir”, es todo lo que parecía expresar con claridad. “¡Oh!”, decimos los demás.
Pero grabada en mi memoria está la forma como miraba con un ojo hacia el oriente y con el otro al occidente, perspectiva lograda mediante la división de su cabeza a mano armada. Aquel punto de vista parecía permitir una visión equilibrada: un ojo puesto en el futuro, el otro en el pasado. Gracias a esta precaución, donde él había estado y donde iba a ir se combinaban, dando por resultado el equilibrio. Pero también era patente que la visión era imposible. Estaba muerto. Así, de la primera teoría que forjé surgió otra secundaria, según la cual el equilibrio y la visión no se podían forzar. La violencia no conducía a la visión. Las armas de fuego no funcionaban aquí. Había que crecer en ella, habitarla, igual que la madera al árbol. El tipo frente a mí en la mesa de baldosín había conseguido perspectiva a expensas de la visión, un buen punto de vista a expensas de la propia vida. Se veía ridículo y terriblemente estropeado. Y desde entonces, aunque me he sentido impotente, y desesperado, y con ganas de matar, y dolido, nunca he tenido, que recuerde, un momento suicida en toda la vida.
Caminar enhiesto entre el pasado y el futuro, un paseo en la cuerda floja por nuestros tiempos, llegó a ser, para mí, un modo de vida: tratar de mantener un equilibrio entre las gravitaciones antagónicas del nacimiento y de la muerte, la esperanza y la añoranza, el sexo y la mortalidad, el amor y la aflicción, todos esos términos opuestos o casi opuestos que se convierten, con el tiempo, en las rocas y aristas, en las fuerzas sinónimas entre las cuales nadamos, como salmones que se balancean en la corriente, condenados a veces por hacer algo o por no hacerlo.
IV
A mí me sucedió eso una noche hace pocos años. ¿Sobraría decir que acabábamos de hacer el amor? Ella se recostaba junto a mí, fumando un cigarrillo. Yo estaba apoyado en los codos, mirando por la ventana. Era una noche de luna, un martes 31 de octubre. Víspera del Día de las Ánimas. Habíamos enterrado a mi madre esa mañana. En el plomizo ambiente de la media mañana nos habíamos congregado en el Santo Sepulcro a presenciar la introducción del féretro en la cripta, una compañía de los acongojados por la muerte de una mujer buena, muerta de cáncer, cuyo cuerpo recibía sepultura bajo el murmullo de los sacerdotes y el caer de los hojas y el gemido triste de las gaitas. Había sido un largo día. Yo trataba de recordar la voz de mi madre. El tumor se la había quitado por dosis. Yo estaba al borde del pánico porque no volvería a oír su voz, ese suave contralto lleno de sabiduría y resonancias de seguridad.
Y entonces, por un instante, lo ví todo esa noche. Entre el cadáver de la mujer que me había dado la vida y la cuerpo elástico de la mujer que me hacía sentir vivo, tuve una visión de mi pasado hasta mi nacimiento y una visión del futuro que terminaría con mi muerte.
Y la vida a cada lado de ese instante no era más que pesares y afectos, amoríos y heridas, risas y llantos, lutos y despedidas, cópulas y alegrías… misterios horizontales en medio de un paisaje parecido al de Kansas. El dolor y el deseo me abrumaban. Dolor por la madre que me había dado a luz, deseo de la mujer junto a mí hasta la muerte. En un instante así, el pasado pierde su arrastre y el futuro, su miedo.
Cumplí cuarenta y un años ese octubre. Y todavía a ratos me veo tentado a buscarle a todo eso la aritmética, o la geografía, o el álgebra, o la biología; a encajar las verdades de la vida en algún paradigma que se amolde, a decir que es precisamente así o asá. Pero desde esa noche, flotando entre los afectos conocidos de dos mujeres que me han amado, he perdido el gusto por los números y los modelos fáciles. Las ciencias de la vida tienen aún más cosas que enseñarme.
La revisión y los pronósticos parecen pérdidas de tiempo. Por más que yo quisiera poder manipular el pasado y el futuro, el momento en que vivo es lo único que tengo. Y el momento me instruye así, a saber: las nubes se deslizan delante de la cara de la luna, las luces titilan en los rostros tallados de las calabazas, las hojas vuelan al azar sopladas por el viento, los santos pasan sin ser reconocidos, el amor reconforta, las almas cantan más allá del alcance de los cuerpos.

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