Bohumil Hrabal y el espíritu del siglo XX
Hace
diez años que Bohumil Hrabal (1914-1997) sorprendió a decenas de miles de
lectores en toda Europa con su insondable muerte: ¿se cayó casualmente por la
ventana mientras daba de comer a los pájaros, como lo quisieron las primeras
noticias sobre el asunto, o se suicidó? Hoy ya sabemos que, con toda
probabilidad, Hrabal abandonó la vida por voluntad propia. Ahora, diez años más
tarde, Hrabal sigue siendo un escritor de culto; ninguno de sus lectores puede
resistirse a la magia de su narración en primera persona y al atractivo de sus
personajes inauditos, estrafalarios, originales, esos quijotes de la
cotidianidad, provenientes de las fábricas y las cervecerías.
Para
Hrabal, la gran literatura universal tiene la tendencia a acercarse al
"vertedero de la época": el protagonista, cuanto más baja en la
escala social, más gana en carga eléctrica. Según el autor checo, en una época
en la que el cielo se había derrumbado y la humanidad sólo dependía de sí
misma, el arte y la literatura habían bajado al nivel de la gente corriente y
de los marginados. Y por ello, la Praga golpeada por la ocupación nazi y por la
Segunda Guerra Mundial, y sometida al comunismo, era el escenario ideal.
Hrabal,
que vivió el siglo XX de lleno y se apoderó de su estética y de sus grandes
contradicciones, deambulaba por la Praga de los cincuenta y sesenta, y le
parecía que todo lo que veía existía para iluminarle: cada peatón derrotado era
para él una piedra preciosa, cada persiana rota, cada montón de chatarra y los
trastos viejos que flotaban mansos sobre el Moldava eran para él el más bello assemblage. Caminaba por Praga y devoraba con la vista las
decenas de torres con su pintura desconchada y los centenares de casas
cubiertas de oxidados andamios de pies a cabeza... En sus estrechas callejuelas
se daba cuenta de por qué la miseria urbana había inspirado a Rimbaud y a
Baudelaire, de por qué Lautréamont había inventado la metáfora de lo que para
él representaba la belleza: el encuentro insólito de una máquina de coser con
un paraguas sobre la mesa de operaciones. Erraba por Praga y le deslumbraban
todos esos assemblages y collages y montajes, que habían creado en las calles de
la capital checa por error y por dejadez y que podrían considerarse un azar
objetivo, capaz de evocar un poema simultáneo, e hizo suya esa estética, tan
propia de la segunda mitad del siglo XX, en una apuesta muy cercana a la que,
en el ámbito de la pintura, haría en España Antoni Tàpies, a quien Hrabal
admiraba.
Se
fijaba en los multifacéticos aspectos de aquel desorden no sin estilo para
intentar darle forma, al llegar a su casa, a través de la corriente horizontal
del hablar vivo, en fragmentos que expresaban el trueno de la calle y el ruido
de las muchas soledades que aprendía en los monólogos escuchados cotidianamente
en las cervecerías de Praga. Así nacieron los embriones de sus grandes novelas,
como Yo que he servido al rey de Inglaterra, Una
soledad demasiado ruidosa o Bodas en casa.
Aunque
con la publicación de cada libro adelgazaba varios kilos, porque cada vez le
asaltaba la mala conciencia de haber insultado o indignado a alguien, Hrabal
sabía que tenía que escribir sobre la gente que no hablaba como las llamadas personas
correctas, que debía emplear el argot y los vulgarismos y transgredir las
convenciones y los tabúes: sabía que debía provocar y luego beber hasta la
última gota el cáliz del sufrimiento. Hrabal siempre intentaba robar el fuego,
violar las prohibiciones y así crearse a sí mismo y a su obra; sólo así su
firmamento podía quedar apaciguado.
Bohumil
Hrabal, uno de los autores europeos del siglo XX más lúcido y brillante, en sus
textos procuró dejar en segundo término el brillo del intelecto para intentar captar
la vivencia y, a través de ella, igualarse al polvo en el que se iba a
convertir. Su obra es el testimonio de ello.
Monika
Zgustov EL PAIS 21/07/2007
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