D. H. Lawrence



Por Bertrand Russell
Mis relaciones con Lawrence fueron breves y febriles, y duraron, en total, aproximadamente un año. Nos conocimos gracias a lady Ottoline Morrel que, como nos admiraba a los dos, nos hizo creer que debíamos admirarnos él y yo también mutuamente. El pacifismo había suscitado en mí un estado de ánimo de rebelde amargura y encontré a Lawrence con tanta rebeldía como yo. Esto hizo que, al principio, los dos pensáramos que existía una gran coincidencia entre nosotros, y sólo de un modo gradual fuimos descubriendo que nuestra discrepancia mutua era mayor que la discrepancia existente entre cada uno de nosotros y el kaiser.En aquella época, Lawrence tenía dos actitudes ante la guerra: por un lado, no podía adoptar la postura de un patriota de todo corazón, pues su mujer era alemana; pero, por otro lado, tenía tal odio a la humanidad, que propendía a creer que ambos bandos debían tener algo de razón, puesto que se odiaban entre sí. Cuando llegué a conocer esas actitudes, me di cuenta de que no podía simpatizar con ninguna de las dos. La conciencia de lo que nos separaba, sin embargo, apareció en nosotros sólo poco a poco, y, al principio, todo fue alegre como un festín de bodas. Le invité a que me fuera a visitar a Cambridge y le presenté a Keynes y a varias personas más. A todos los odiaba apasionadamente y decía que eran "muertos, muertos, muertos". Durante algún tiempo, creí que pudiera tener razón. Me agradaba el fuego de Lawrence, me gustaban la energía y la pasión de sus sentimientos; me complacía su creencia de que era necesario algo muy fundamental para enderezar el mundo. Estaba de acuerdo con él en la idea de que la política no se podía separar de la psicología individual. Percibía que Lawrence era un hombre de cierto genio imaginativo y, cuando por primera vez se hicieron evidentes mis diferencias con él, empecé por creer que, quizá, su comprensión de la naturaleza humana fuera más profunda que la mía. Sólo, poco a poco, llegué a convencerme de que representaba una fuerza positiva para el mal, convencimiento al que, también poco a poco, llegó asimismo él con referencia a mí.Por entonces, estaba preparando yo un curso de conferencias, que después fue publicado con el título de Principios de reconstrucción social. El también estaba interesado en las conferencias y, durante algún tiempo, pareció posible que se estableciese una especie de colaboración irregular entre nosotros. Cambiamos, con ese motivo, cierto número de cartas; las mías se han perdido, pero las suyas han sido publicadas. En ellas puede descubrirse la conciencia gradual de nuestros desacuerdos fundamentales. Yo creía firmemente en la democracia, mientras que él había desarrollado la filosofía completa del fascismo, antes de que los políticos hubieran pensado en ello. "No creo" -escribía- "en el sistema democrático. Estimo que el trabajador es apto para elegir gobernantes o administradores para sus problemas inmediatos, pero nada más. Usted debe modificar totalmente el cuerpo electoral. El trabajador elegirá a sus superiores para las cosas que le interesan de modo inmediato, no para nada más. Los dirigentes superiores serán elegidos por otras clases, cuando surjan. Todo ello debe culminar en una cabeza real, como ocurre en toda realidad orgánica; no repúblicas necias, con presidentes necios, sino un rey electo, algo así como Julio César." Como es natural, en su imaginación suponía que, cuando se estableciese la dictadura, él se convertiría en Julio César. Esto formaba parte de esa calidad soñadora que impregnaba todo su pensamiento. Nunca se dejó caer en la realidad. Se extendía en largas parrafadas acerca de cómo se debía proclamar la "verdad" a las multitudes y parecía no tener la menor duda de que las multitudes la escucharían. Le pregunté qué método se proponía adoptar. ¿Expondría esta filosofía política en un libro? No: en nuestra sociedad corrompida, la palabra escrita es siempre una mentira. ¿Iría a Hyde Park y proclamaría la "verdad" subido en una caja de jabón? No: eso sería excesivamente peligroso (en él aparecían, de vez en cuando, extrañas ráfagas de prudencia). "Está bien -decía yo-; ¿que va a usted a hacer?" Al llegar aquí cambiaba de conversación.Insensiblemente descubrí que no deseaba realmente hacer al mundo mejor, sino, solamente, abandonarse a elocuentes soliloquios que trataban de lo malo que era ese mundo. Si alguien oía, por casualidad, los soliloquios, tanto mejor; pero estaban destinados, cuando más, a formar una pequeña banda de fieles discípulos que pudiesen sentarse en los desiertos de Nuevo México y sentirse santos. Todo ello se me transmitía con el lenguaje de un dictador fascista, porque era lo que yo debía predicar; el "debía", trece veces subrayado.Sus cartas se fueron haciendo cada vez más hostiles. Escribía: "¿Es que merece la pena vivir como usted lo hace? Creo que sus conferencias no son buenas. ¿No resultan muy atrasadas? ¿De qué sirve el hundirse con el navío condenado y arengar a los mercaderes peregrinos en su propio lenguaje? ¿Por qué no se lanza al mar? ¿Por qué no abandona usted el espectáculo por completo? En estos días, uno debe ser un proscrito, no un maestro o un predicador." Esto me parecía mera retórica. Me estaba convirtiendo en mucho más proscrito de lo que lo había sido él en cualquier ocasión, y no era capaz de ver por ningún lado la razón de sus quejas contra mí. El profería sus quejas de manera diferente, en épocas diferentes. En otra ocasión me escribió: "Deje de trabajar y de escribir totalmente y sea una criatura en lugar de un instrumento mecánico. Abandone todo el navío social. Por amor a su misma dignidad, conviértase en una criatura que sienta su destino y no piense. Por amor del cielo, sea un niño y deje de ser un sabio. No haga nada más, sino que, por amor del cielo, empiece a ser. Parta del mismo principio y sea un perfecto niño: en nombre del valor.""Oh, y quiero pedirle que, cuando haga su testamento, me deje lo suficiente para vivir. Quiero que usted viva eternamente. Pero quiero ser, de algún modo, su heredero." La única dificultad de este programa consistía en que, si yo lo adoptaba, no tendría ninguna herencia que dejar.Tenía una filosofía mística de la "sangre" que me disgustaba. "Existe -decía- otra base de la conciencia, además del cerebro y los nervios. Hay una conciencia de la sangre que está en nosotros y es independiente de la conciencia mental ordinaria. Uno vive, conoce y posee su propia existencia en la sangre, sin ninguna relación con los nervios y el cerebro. Esta es la mitad de la vida que pertenece a la oscuridad. Cuando poseo a una mujer, la percepción de la sangre es suprema. El conocimiento de mi sangre es abrumador. Debemos darnos cuenta de que tenemos un ser de sangre, una conciencia de sangre, un alma de sangre completa y aparte de la conciencia mental y nerviosa." Esto me pareció franca basura y lo rechacé con vehemencia, aunque no sabía entonces que conducía directamente a Auschwitz.Se ponía furioso siempre que cualquiera sugería la posibilidad de que alguien tuviese sentimientos bondadosos para sus semejantes, y, cuando yo rechazaba la guerra por los sufrimientos que ocasionaba, me acusaba de hipocresía. "No hay la menor verdad en que usted, su básico yo, desee, en último término, la paz. Lo que usted hace es satisfacer, de una manera indirecta y falsa, su deseo animal de golpear y herir. Una de dos: o lo satisface usted de un modo directo y honorable, diciendo 'Os odio a todos, embusteros y puercos, y estoy dispuesto a lanzarme sobre vosotros', o se limita a las matemáticas, en las que puede ser sincero. Pero presentarse como el ángel de la paz...; no, en este papel, prefiero a Tirpitz mil veces."Ahora me resulta difícil comprender el efecto devastador que esas cartas producían en mí. Me inclinaba a creer que él poseía alguna capacidad de comprensión especial de la que yo carecía, y cuando me decía que mi pacifismo estaba enraizado en los oscuros deseos de la sangre, suponía que tenía razón. Durante 24 horas, pensé que era un inadaptado para la vida y llegué a pensar en el suicidio. Pero, después de ese tiempo, se produjo una reacción más saludable, y decidí terminar con semejante morbosidad. Cuando me dijo que debía predicar sus ideas y no las mías, me rebelé y le dije que recordara que él ya no era un maestro de escuela ni yo un discípulo. El había escrito: "Usted es el enemigo de toda la humanidad, lleno del deseo animal de la destrucción. Lo que le inspira no es el odio a la falsedad; es el odio a la gente de carne y de sangre, es un deseo de la sangre mentalmente pervertido. ¿Por qué no lo reconoce? Volvamos a ser extraños el uno para el otro. Creo que es lo mejor." Yo también lo creía así. Pero él sentía placer denunciándome y, durante algunos meses, continuó escribiendo cartas que contenían la suficiente amistad para que la correspondencia se mantuviera viva. Al final, se desvaneció, sin necesidad de ninguna terminación dramática.Lo que me atrajo, al principio, de Lawrence, fue cierto dinamismo y la costumbre de discutir supuestos que suelen admitirse sin más. Yo estaba ya acostumbrado a ser acusado de estar demasiado esclavizado por la razón y pensé que, quizá, él pudiera darme una dosis vivificadora de irracionalidad. De hecho, adquirí realmente de él algún estímulo, y creo que el libro, que escribí a pesar de sus ataques, fue mejor de lo que hubiera sido si no le hubiese conocido.Pero esto no quiere decir que hubiera nada bueno en sus ideas. Mirando hacia atrás, no creo que tuviesen el menor valor. Eran las ideas de un hombre impresionable que se creía un déspota y que se encolerizaba con el mundo porque éste no le obedecía instantáneamente. Cuando se daba cuenta de que existían otras personas, las odiaba. Pero la mayor parte del tiempo vivió en el mundo solitario de sus propias imaginaciones, habitado por fantasmas todo lo orgullosos que él deseaba que fuesen. Su énfasis excesivo sobre el sexo se debía al hecho de que sólo en las cuestiones sexuales se veía obligado a admitir que no era el único ser humano del universo. Pero, como esa admisión le era tan dolorosa, concibió las relaciones sexuales como una lucha perpetua en la que cada uno intenta destruir al otro.El mundo de la entreguerra fue atraído por la locura. Esta atracción tuvo su expresión más acentuada en el nazismo. Lawrence fue un exponente adecuado de este culto a la demencia. No estoy muy seguro de que la fría cordura inhumana de Stalin haya significado alguna mejora.

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