Roberto Rubiano


Comencemos con una catarata de lugares comunes: Roberto Rubiano Vargas es uno de los mejores escritores vivos que tiene Colombia. Sin embargo, es uno de los más desconocidos. Lo lee una camarilla de iniciados que cultiva una pasión secreta por el cuento -un género que los tipos del departamento de mercadeo de las editoriales no quieren porque dicen que no se vende- y una pasión esotérica, casi demodé, por la literatura negra o policíaca. Rubiano se mueve entre esas dos aguas inciertas y a la fecha lleva a su cuenta tres libros de cuentos, una novela, dos libros infantiles y una antología de consejos para escritores por escritores, Alquimia de Escritor.

¿Por qué algunos de sus libros venden apenas medio millar de ejemplares, cuando se trata de narraciones de espléndida factura, hechas con oficio de escritor, de un escritor que tuvo muy clara su vocación desde muy joven y desde entonces no ha hecho más que prepararse y prepararse para su destino manifiesto, mientras que otros escritores manifiestamente mediocres venden hasta 30000?

La respuesta es muy simple: porque en la actualidad la literatura se ha vuelto más asunto de mercadeo que de arte, y Rubiano es pésimo para mercadearse a sí mismo. O por lo menos de eso lo acusan algunos de sus editores, quienes quisieran que se exhibiera más, que firmara más libros en librerías, que concediera más entrevistas (o lo que es peor, que se las lagarteara).

Esa posición de los editores confirma algo que cierta escritora amiga mía me dijo sobre cómo se alcanza el éxito ahora en este oficio tan difícil: lo que menos importa en un escritor moderno es que escriba. Lo que importa es que parezca un escritor. Saber escribir es una cualidad deseable pero prescindible. (Estamos hablando de que apenas escriba , no de que escriba bien. La obra de estos escritores de mercadeo modelo Jaime Bayly debe existir al menos como textura gráfica antes que como texto: y para el caso de que alguien decida leerla, debe tener el discreto nivel de un artículo provocador para una revista de Miami como Maxim). Lo que es imprescindible del escritor de mercadeo es que pose de escritor. En esta materia un escritor contemporáneo debe ser un experto. Debe llamar la atención con su ropa y sus compañías. También puede “epatar” con sus opiniones iconoclastas, pero esto último también es prescindible. Si opina sobre moda o sobre sexo, es útil porque sube las ventas. Pero si opina sobre, digamos, las patentes transgénicas y la biodiversidad, es mejor que guarde silencio: menos complicado y más útil. Un silencio bien administrado puede interpretarse como inteligencia y dar mayores resultados a nivel de mercadeo. Aún más útil resulta empelotarse en la portada de un pastiche, como hace Efraim Medina, cuyos libros apenas alcanzan la calidad de un largo artículo de la revista Soho (esa sí una técnica de masturbación para Batman y Robin) o publicar una ininteligible ópera prima mientras se anuncia una novela genial que se tiene en preparación. Esta novela genial puede ser un simple recuerdo de días de infancia contada de manera lineal, sosa y plana, literal, sin ninguna recreación, juego de tiempo ni profundidad alguna, como hace Santiago Gamboa: no importa. Si contiene suficientes alusiones al trópico, algunos recuerdos del abuelo sobre la dictadura o la frágil democracia y uno que otro juicio político común a nuestras sobremesas dominicales, será suficiente para llamarle la atención a algún despistado editor barcelonés.

Ahora bien, Rubiano NO es un escritor moderno (no posa de escritor) sino un escritor a la antigua: un escritor que escribe. Escribe con pasión, con método, con sutileza y con arte, y por lo tanto merece ser leído por lectores que lean con los mismos atributos. Es decir, lectores que no están en el espectro de los tipos del departamento de mercadeo de las editoriales. Los lectores que buscan los tipos del departamento de mercadeo son los llamados de nicho , es decir, que combinen poder adquisitivo, nivel social y gusto ecléctico, y para ellos se editan libros a su medida, libros que provoquen un leve boom de ventas y luego se olviden. Libros asimilados de alguna manera al periodismo, libros que se compren por su actualidad pero cuya relectura es prescindible, o peor aún, indeseable. Como los libros con largas transcripciones de entrevistas que le hacen a Antonio Caballero para recoger sus preciosas opiniones como en misa; el acto de comprarlas es una pulsión de consumo al pasar por la mesa de novedades de una librería de postín, igual a un antojo por un jamón: lo hojearán y lo dejarán enmohecerse en la mesa de noche hasta que alcance el nivel de los rimeros de periódicos viejos y vaya a parar a los tenderetes de libros de segunda en la calle 22. De estos libros lo que importa es que se vendan, no que se lean: es más, dudo mucho de que quienes los compran tengan ninguna intención de leerlos, ni mucho menos de releerlos. Pero sí de exhibirlos al desgaire encima de sus coffee table books, para que sus visitantes se enteren de que son tipos enterados.

Y Rubiano es justamente un escritor que merece releerse. Dije al principio de manera un tanto atrevida para este país de antropofagias, que se trata de uno de los mejores escritores vivos de Colombia. Y repaso la lista, excluyendo de ella al consagrado Fernando Vallejo y al monstruo GGM, y me sobran dedos: vivo está Germán Espinosa, que tiene una antología de cuentos monumental además de La tejedora de coronas. Y vivo está Antonio Caballero, que escribe sus columnas para la galería, y también posa de escritor, pero usa esta pose para seducir y no para vender libros, porque Sin Remedio, que es la novela de la Bogotá de los setentas pero sobre todo la novela de la bogotanidad, no necesita de ningún artilugio de promoción ya que es una novela magistral. Basta con que el editor le haga un poquito de ruido. Vivo también está Roberto Montes Mathieu (El cuarto bate), cuya escasa obra se lamenta. Y vivos están, cómo no, Abad Faciolince, cuyas novelas adolecen de editorialismo, exceso verbal y falta de autoedición, pero hierven, son vitales y van en vía de mejora, y el difícil Luis Fayad de Los parientes de Ester, y el prolijo Juan José Hoyos de El cielo que perdimos, y Laura Restrepo, de cuya obra se destaca sobre todo La novia oscura por su cuidadosa estructura, su bella factura y su extraordinaria anécdota. Dos paisas, dos caribes, cuatro bogotanos. Y pare de contar, a menos que hayamos de considerar literatura ese guión de dudosa sintaxis que es Rosario Tijeras. No están todos los que son pero sí son todos los que están. Entre los miembros de esta arbitraria lista no hay ninguno que pose como modelo: todos son escritores de misa y olla, y no de pasarela.

En efecto, desde muy temprana edad este bogotano sin remedio que es Rubiano supo que lo suyo iba a ser este destino un tanto incierto. Ser escritor es como ser torero: uno puede convertirse en figura mundial o seguir toreando de pueblo en pueblo, pero de todas maneras se juega el pellejo en cada palabra. Rubiano comenzó a torear muy temprano, hacia 1982, con un libro de cuentos llamado Gentecita del montón que le publicó Carlos Valencia tras hacer el normal tránsito por un premio de cuento de la editorial misma, y que hoy, como casi todo lo de Rubiano, es inconseguible. Rubiano ofrecía con él una perspectiva fresca de la sociedad colombiana, elaborada desde el ángulo de la bohemia local, a la manera de Andrés Caicedo. El valor poético de la vida anárquica, de seres insólitos que transitaban la vida en contravía, entre la droga, la rumba, la marginalidad o la subversión, era una temática novedosa entonces, cuando aún se escuchaban los ecos de la revolución beatnik en Colombia y era válido (casi que imprescindible) ostentar una posición progresista tirada a la izquierda, como lo que hoy día llaman en fútbol “volante de creación”. Profetas de nuevos modos de vida, hippies de la universidad Nacional, anarcos sin destino, mujercitas rumberas: muchos pichones de escritores actuales han abrevado en esa fuente en secreto, como si Rubiano hubiera descubierto de pronto que se podía escribir sobre esos personajes, que había una poética detrás de ellos. Hoy día esa temática luce un tanto anacrónica, pero Rubiano ha trasvasado algunos de esos personajes en sus cuentos modernos (“El gurú Mejía”, por ejemplo, en su libro Vamos a matar al dragoneante Peláez, de 1999), en donde el llamado modo de vida alternativo de las gentes de la Colina de la Deshonra (el barrio La Macarena de Bogotá en los años 70, detrás de la plaza de toros), adquiere una perspectiva madura, ya distante en la historia. Hay un escritor que acompaña a Rubiano en esa visión zurda de la vida bogotana, y es su íntimo amigo Antonio Morales Riveira, el brillante periodista hijo de Próspero Morales (Los pecados de Inés de Hinojosa), que figuraría en la atrabiliaria lista de arriba si hubiera hecho la tarea. Muestra de ello es su magistral cuento “El del ritmo no eras tú”, publicado en la antología El último macho donde se reúnen textos de tres generaciones de Morales. Mas no importa, seguiremos esperando la eterna novela en preparación de Morales, hasta el último día de la eternidad.

Felizmente Rubiano se aleja de esa temática marginal, que de alguna manera era estrecha de miras, como quiera que se deriva de un fanatismo, y lanza su declaración de guerra literaria con El informe de Galves, en 1993. En términos de mercadeo Rubiano fue durante los años 80 lo que los editores llaman “una promesa literaria”, criterio basado en la ecuación premios+corta edad= éxito+billete, y que José Saramago se ha encargado de denunciar en repetidas entrevistas con su habitual lucidez. Este síndrome de Rimbaud es en realidad una premisa falaz traída del mercadeo, según la cual un escritor joven vende más por el solo hecho de serlo, teniendo en cuenta como valor absoluto y como factor de ventas primero la juventud y luego la calidad. Por eso rara vez se tienen en cuenta en Colombia óperas primas de gente de más de 40 años, sin recordar que Conrad abandonó la marina mercante por la literatura ya bien entrado en los cuarenta y que gente como Vallejo, GGM y Mutis han producido sus grandes obras en la madurez.

Pero en lugar de infligirnos un alud de obra irregular para darles gusto a los tipos de mercadeo, Rubiano hizo dos movimientos extraños: se silenció durante unos años y se exilió en el Ecuador detrás de un amor (cuando lo políticamente correcto habría sido marcharse a París, lo cual tampoco garantiza nada, según ha podido verse en otros escritores contemporáneos). Tenía otras pasiones, además de la literatura, y probablemente no tenía nada qué decir aún (“aún” en los términos de tiempo de los editores). Sus otras pasiones eran a saber, la fotografía, el cine documental y la investigación. Produjo un par de libros fotográficos y expuso como artista, participó como investigador en libros sobre historia de la fotografía, fundó en Quito un bar de salsa que le da un mediano pasar (“Seseribó”), y trabajó en periodismo cultural y en edición. En el entretanto, tuvo tres hijos. Como consecuencia natural de este hecho en un escritor, produjo algunos libros infantiles, que se cuentan entre sus obras más vendidas, y curiosamente orientadas hacia la novela negra.

Pero estábamos hablando del Informe de Galves y la declaración de guerra hacia la novela negra. En 1993 Rubiano es ya un escritor preparado, aunque no necesariamente maduro, pero ha dejado pasar mucho tiempo desde la salida de su primer libro, y lo más grave, ha dejado de sonar. El informe de Galves pasó inadvertido, excepto para un (valga la expresión) nicho de lectores formado en la lectura del cómic moderno y en las novelas de Dashiell Hammet como Cosecha Roja. Su cuento “La muñeca de ébano” es un sutil homenaje a El halcón maltés . En este libro Rubiano se decanta por el género negro, abandonando las anécdotas de los artistas marginales, pero adaptando el género al trópico y más exactamente a Bogotá. Una ciudad de inmigrantes y de delincuentes, que no había tenido quien cantara ese ángulo suyo de mujer torva, dura y cínica, atractiva y fatal como un mal bolero.

Con Galves Rubiano alcanza la maestría en el manejo del cuento como género literario. Pero no del cuento corto, repentista, que está tan de moda como solución para exhibir el ingenio por parte de escritores y editores, sino del cuento profundo y complejo, matizado y largo. Un tipo de cuento rayano en la novela corta, pero de manejo mucho más difícil que la novela misma, porque sigue siendo un cuento, es decir, una flecha que se dirige hacia su destino sin desviarse en lo más mínimo y en busca de producir un efecto demoledor y no una serie de matices de sentimientos, según rezan los cánones de Horacio Quiroga y de Hemingway. Cuentos como “Los papeles de Juan de la Cuesta”, o personajes como Larsen, el protagonista de “Un editor pirata”, demuestran este aserto.

Pero esa maestría no le garantiza a Rubiano suficiencia en el terreno novelístico, porque se trata de géneros distintos. Una cosa es pintar un fresco social a través de unos personajes novelísticos y otra transmitir un sentimiento por medio de un cuento. Luego de una ardua separación conyugal, Rubiano vuelve al ring y produce Vamos a matar al dragoneante Peláez , segundo volumen de cuentos con una característica peculiar: son un recorrido por la historia de la Bogotá del siglo XX. Pinta las distintas épocas de la ciudad y es para mí su libro más logrado, mucho más que su novela El anarquista jubilado, del 2002. En el Dragoneante, este escritor que se autoadscribe a la novela negra pero es más bien un hiperrealista, logra mejores cuentos sobre tiempos históricos que actuales. El Dragoneante está ordenado cronológicamente, y su cuento mejor logrado es el primero, que transcurre en la época de la guerra de los Mil Días. Hernando, Elvira y Joaquín Perdomo se mueven en un ambiente denso de finales del siglo XIX, donde el honor es una apariencia y los canallas se aprovechan de los ingenuos que creen en él. Una historia de espionaje que transcurre a caballo, entre postas y cartas en alforjas de cuero llenas de secretos, conduce al protagonista a una trampa militar que despejará el camino del canalla hacia la mujer de sus sueños y enterrará de paso al partido liberal. Aunque pretenda enmarcarse en el género negro, este cuento traspasa ese estrecho marco y vuela mucho más allá, hacia la interpretación de la naturaleza humana, que es en últimas de lo que se trata esto de la literatura.

El libro avanza con cuentos representativos de cada década. Conocemos a míster Portila, un oscuro abogado encargado de cuidar un gringo que investiga en la Bogotá de los cuarenta y termina asesinado. A Máximo Frisone, escultor y anarquista de la época de la fundación del partido comunista en Colombia, hacia 1930, que intenta volar la fábrica de Bavaria enfrente del actual Museo Nacional, entonces cárcel. Al Gurú Mejía, personaje que descrestaba juventudes en la Universidad Nacional de los setentas y se convierte poco a poco en su propia sombra. Y a Culoetrueno, travesti y mesero de un peligroso bar gay del sur de Bogotá. Todo un fresco de la ciudad.

Rubiano y yo estamos en un coqueto restaurante de la Macarena bogotana, absurdamente caro y pretenciosamente parisino, un restaurante más de esos que se nutren de la memoria de Jaime Garzón y de la fama ya lejana que tuvo el barrio en su época de bohemia. Rubiano recorre con nostalgia estas mismas calles de andenes rotos, cubiertas de mierda de perro que tuvieron un encanto especial hace veinte años, cuando funcionaban bares como La teja corrida y El palomar en casas hoy abandonadas.

Entre bocado y bocado de prosciutto, Rubiano, que es un tipo alto y fornido, con físico de exciclista o de estibador de barcos, de tez mora y barba entrecana que le da un cierto encanto mediterráneo, me cuenta de los tres proyectos de novela que tiene en mente: uno sobre inmigrantes colombianos al Ecuador -vaya, qué original- otro sobre tráfico de obras de arte -me acuerda de Tintín y el arte alfa, cómic póstumo de Hergé- y una novela histórica. Salta ofendido, como si le hubiera echado alcohol en un ojo, cuando le digo que El anarquista jubilado es una novela más bien poco verosímil y de anécdota difícil de seguir, y que sus fans que hacemos procesión a San Librario para conseguir un ejemplar del Galves para regalar, esperamos una segunda novela que alcance el nivel de sus cuentos. “Pero si son cosas que me pasaron a mí” protesta, y entonces descubro que Mariana Llano, la bella cineasta que persigue traficantes de fauna y tiene sexo triste en El anarquista jubilado es el propio Rubiano, que estuvo haciendo documentales sobre ese tema en el Ecuador. A los traficantes de fauna se sobrepone una compleja trama de tres tipos que hace treinta años buscaban con un mapa de tesoro el cadáver de Camilo Torres para lograr la paz de Colombia, pero en el fondo, para hacer plata. Ahora los tipos están en orillas opuestas de la vida, el uno como traficante, el otro como ecologista y el tercero como borracho desilusionado de la revolución, que se la pasa leyendo a Shakespeare en la edición de papel biblia de Aguilar. Todo ello refuerza mi convicción de que la verosimilitud en literatura tiene poco que ver con la verdad realista, y devuelvo la conversación al tema de los proyectos de novela.

Rubiano me habla con pasión de su proyecto de novela histórica, que transcurrirá en planos paralelos entre finales del siglo XIX (como el cuento de Hernando y Elvira) y finales del XX. El mismo ejercicio del Dragoneante, que tiene unidad de estilo mas no de trama. Todo gran libro de cuentos es el germen de una gran novela, si el autor logra concretarla. Intuyo que si Rubiano logra concretar ese vasto proyecto de novela histórica, se consagrará, sin que importe su edad, la opinión de los tipos de mercadeo o las 600 páginas que tendrá el mamotreto. Juiciosito, me termino mi ensalada sin controvertir más, y muy dentro de mí oro para que Rubiano abandone el proyecto de los inmigrantes colombianos a Ecuador y se consagre a su gran fresco novelístico y me voy a mi casa a releerme Los papeles de Juan de La Cuesta, la historia de una edición príncipe de El Quijote perdida en Bogotá entre aristócratas sin escrúpulos, ladrones de antigüedades y un anarquista desesperado que quiere destruirla.


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