Raymond Chandler: la austera sencillez de la ficción



Vive en el 615 Edificio Cahuenga, Hollywood. En el Boulevard Hollywood cerca de Ivar. Su teléfono es Glenview 7537.
Tiene una habitación y media. La media habitación es una oficina dividida en dos salas para recibir gente. Siempre deja la recepción sin llave por si se presenta algún cliente y quiere sentarse y esperar. Es una suerte para nosotros: podemos esperarlo. La lluvia arrecia. El agua llega a la altura del pavimento de las aceras y una fina película acuosa cubre la superficie. No sería nada grato tener que esperarlo a la intemperie. Probablemente esté emborrachándose en algún bar de poca categoría y no vendrá sino hasta la madrugada.
Su nombre es Philip Marlowe y es detective privado. No siempre se llamó así, hubo quienes lo conocieron como John Dalmas, Ted Carmady, Malvern y Mallory. Finalmente entendió que era inútil ocultarse en otros nombres, y se acostumbró al de Philip Marlowe. Sabía que era su carta de presentación la que lo delataba una y otra vez: la respuesta ingeniosa e invariablemente pendenciera, el cigarrillo colgando de la comisura de la boca, la rebeldía, el sombrero apenas ladeado, los mismos modales duros, desafiantes.
Antes de montar su propio negocio trabajó en la oficina del fiscal de distrito de Los Ángeles, a las órdenes de Taggart Wilde, donde fue despedido por esa misma insubordinación que hoy lo convierte en el mejor detective que se pueda comprar... y el más barato: apenas veinticinco dólares diarios, más gastos. Como mucho, eso podrá sumar cincuenta dólares y un poco de gasolina.

Llega con el cuello del impermeable levantado y el ala del sombrero baja. La lluvia ha mojado la parte de la cara que quedaba descubierta.
Sin decir palabra, como si no hubiese reparado en mí, se quita el abrigo y saca el pañuelo para secarse. De igual modo se libró del sudor del rostro, el cuello y el dorso de las muñecas la primera vez que visitó al general Sternwood en aquel invernadero en el que el millonario se había confinado para atender su salud. En esa ocasión el encargo había sido un asunto de deudas: un pagaré extendido por una de las dos hijas del general —ambas iban a la perdición, aunque por caminos separados y ligeramente divergentes—, un vulgar caso de extorsión que devendría en varios asesinatos.
—¿Un trago? —me pregunta.
No espera respuesta, va hacia la cocina.
Con la ventana abierta desde ese sexto piso el aire de la noche entra a raudales con una especie de dulzura añeja que todavía recuerda los tubos de escape de los automóviles y las calles de la ciudad.
Olfateo con disimulo mi vaso. Copio los movimientos que he visto en Marlowe alguna vez. El trago tiene el olor adecuado. De todos modos espero a que él beba antes de hacerlo yo. Retengo el bourbon un momento en la boca antes de tragarlo. No hay cianuro.
Noto que Marlowe sonríe, creo que ha percibido mi desconfianza.
Se oyé el ruido de la lluvia golpeando en las paredes.
—¿Y bien…? —dice al fin.
—Busco información de Raymond Chandler —le suelto sin más vueltas—. ¿Ha oído hablar de él?
No me pregunta las razones de mi búsqueda, me evita inventar mentiras torpes.
Esta es la crónica de lo que escuché aquel día entre tragos de bourbon, cigarrillos rubios y un ejemplar de El sueño eterno. La austera sencillez de la ficción más que la enrevesada trama de los hechos.

Raymond Chandler nació en Chicago en 1888. Como ha sucedido con muchos grandes escritores, comenzó escribiendo poesía. Vivía de la indulgencia de un tío que lentamente se iba quedando sin indulgencia.
—¿Sabía usted que Chandler era poeta? —dice Marlowe.
—No habría apostado un dólar —contesto.
Con movimientos lentos, Marlowe abre un cajón y me pasa un ejemplar de The Westminster Gazette.
Busco la fecha: 1° de marzo de 1912.
No puedo creer lo que veo. Me esfuerzo en ocultar mi sorpresa.
—Chandler tenía algo más de veinte años para aquella época —me dice Marlowe, que ha adivinado mi desconcierto.
Leo:
El rey
por Raymond Chandler
La noche cortó con cuchillo de sombra
el reino del sol por la mitad;
el amanecer rojo con ella entra en lucha;
vasallos míos, a ambos abrazo.
Los marineros cantan junto al mástil,
la tempestad azota la turbia espuma,
pero yo, el Rey, camino raudoh
acia la proa, para guiarlos a casa.
Soy el amante dedicado a las lágrimas,
soy el cínico frío y sabio,
soy el fantasma de años nobles,
soy el profeta envuelto en rabia.
Soy el templo olvidado
que se desmorona en la cima de un monte salvaje;
soy el dios fresco y radiante
a quien las religiones jóvenes veneran.
La perfección buscada de tantas formas
es a mi cargo, bestia en un establo;
lunas innumerables miran desde mis ojos;
mundos innombrados se sientan a mi mesa.
Mi mirada está en el mediodía espléndido,
en la orquídea dorada que florece al sol;
mi frente es como la laguna del sur,
y todas las estrellas están a mis pies.
Mares perdidos lloran: yo hice su canción.
Tierras perdidas sueñan: yo les concedí el éxtasis.
La tierra es antigua, y la muerte poderosa;
más fuerte soy yo, el verdadero Romance.

—Jamás lo hubiera imaginado —le digo a Marlowe—. Es un buen poema.
—Tal vez el mejor —dice él, me pide la revista y la vuelve a su cajón—. No quisiera usted ver los otros. Chandler lo entendió a tiempo y prefirió alejarse de ese "arte luminoso" y meterse en su lugar, en el submundo del cuento.

Su primer cuento, "Los chantajistas no disparan", fue publicado por Black Mask en 1933.
La carrera de Chandler como poeta se interrumpió de golpe —acaso por la necesidad— en 1912. Las mudanzas y los empleos mundanos serían su nueva rutina por mucho tiempo. No escribió una sola página en veinte años.
Se desconoce qué extraño azar lo devolvió a las pistas: un día cualquiera comenzó a publicar otra vez. Ya no se trataba de poemas, también había variado el escenario: ahora publicaba para revistas baratas de crimen.
Edición de junio de 1938 de Dime Detective, con la publicación de "Bay City Blues", de Chandler.
En 1939 publicó su primera novela, El sueño eterno (The Big Sleep).
Ya nunca sería igual.
Sólo siete años después, con una fortuna ganada en Hollywood, compraba una lujosa mansión cerca de San Diego.
Acaso pocos autores de su generación hayan envejecido menos.
Era un escritor lento, de aquellos que sopesan bien cada palabra antes de pasar a la siguiente. No son muchas las novelas que publicó: apenas siete, muchas de ellas refundiendo cuentos que ya conocían los lectores de Black Mask y Dime Detective, revistas pulps que publicaban historias de detectives cínicos y desencantados.

No puedo apartar una idea de mi cabeza: poeta.
Me pongo de pie.
Marlowe me cruza el brazo, impidiéndome salir.
—¿Usted me ve cara de Cary Grant? —expulsa el humo por la boca.
Espera una respuesta que no tengo intención de darle. Yo ya he obtenido lo que necesito, no hay razón para permanecer un solo minuto más en esta oficina tan necesitada de aseo.
—¿Sabe? —insiste—, le escuché decir a Chandler que si alguna vez hubiese tenido la oportunidad de elegir al actor de cine que representa mejor mi imagen, habría elegido a Cary Grant.
Lo miro fijo:
Yo sé bien que, sin importar los deseos de Chandler, quién tengo delante de mis ojos es a Humprey Bogart.
Acaso Sam Spade, el investigar imaginado por Dashiell Hamett, principal competidor de Marlowe, también tenga la cara de Humprey Bogart.
—¿Quiere que le cuente un secreto? —me pregunta. Habla detrás del humo del cigarrillo.
—Este tal Chandler no es tan inteligente. Ha olvidado un asesino. En 1946, cuando se filmó El sueño eterno, ni el director Howard Hawks ni el guionista William Faulkner pudieron descifrar parte de la trama. Interrogaron a Chandler, desde luego, y lograron arrancarle una confesión: admitió que ni siquiera él mismo era capaz de decirles quién había matado a uno de los personajes.
Me libero de su brazo y salgo.
Ahora, mientras camino bajo la lluvia por el distrito comercial, refugiándome en los toldos de las tiendas, imaginó a Marlowe apurando otra botella de bourbon, padeciendo una terrible resaca. ¿Cómo decirle que Chandler ha hecho un trabajo estupendo, cómo hacerle entender que a Marlowe se lo quiere desde la primera línea?

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